La experiencia
Más que responder a la frase “quiénes somos”, de lo que me dan ganas es de contar cómo he llegado hasta aquí.
Técnicamente, un día sentí que ya era suficiente; después, lo dije: “basta”. Y, luego, llegué a este punto. Metafóricamente, todo empezó mucho antes de que yo naciese, pero, claro, contarlo ahora sería como escribir La Ilíada de nuevo. Mi vida no es ninguna epopeya, pero los protagonistas de mi árbol genealógico sí que son personas heroicas: mujeres férreas e irreductibles junto a hombres de gran talante e inquebrantables convicciones, no sin su buena dosis de injusticias políticas, ético-morales y fosas comunes.
La fortaleza
Cuando yo tenía 3 años, mi madre me llevaba a la guardería de la diputación en Málaga muy temprano. Ella se marchaba a trabajar y yo me quedaba esperando su vuelta. Me gustaba mucho estar allí. Recuerdo a mi maestro, Juanma, haciendo de payaso tropezando consigo mismo para provocar las risas de todos nosotros. Ya de entonces tengo bastantes recuerdos, aunque el momento primero de separación de mi madre era muy duro. Ella me decía: “Esther, sé fuerte, luego vendré a buscarte. Siempre vengo a buscarte. Sé fuerte, no llores”. Y me daba todos los besos y abrazos que tenía. Entonces yo tragaba saliva, me sentaba a esperar al resto de niños en un lado contra una de las paredes donde había estantes con juguetes y no lloraba. Por dentro sí.
Mi abuelo materno, Narciso (en paz descanse), era alto y guapo y me llevaba de la mano al parque y siempre esperaba a que me tirase una vez más del tobogán. Me sentaba en uno de los pasajes del centro de Málaga donde estaban esas tascas diminutas con las mejores gambas a la plancha y, como si de un ritual religioso se tratase, me las pelaba una a una y todas eran para mí. Íbamos de paseo por calle Larios y calle Nueva y elegía una tienda de ropa de buena firma para vestirme de domingo; a mí me gustaba porque yo sentía su orgullo y me besaba en la frente y me acariciaba la cara. En Lepanto, merendábamos.
Pero mi abuelo no entendía que tenía una hija, mi madre, con tantísima fuerza como él. Siempre se enfrentaban. Mi abuelo me lo daba todo, pero también pegaba un golpe en la mesa y ya no había nada más que decir. A mi madre no la trataba como a mí: a ella la hacía sentir indigna y difícil.
De entre todo el amasijo de hierros y sangre que era vivir en mi familia, aprendí que mi primera figura paterna sería mi abuelo, Narciso. Y de él viene mi garra y el deseo de conseguir todo lo que es para mí; pero, también, viene el olor a campo de batalla que asoma siempre que siento la amenaza.
Y es que mi madre también tiene un fusil. Se plantó en UGT y luchó por los derechos de los trabajadores; y ayudó a un compañero que había salido mal parado en sus finiquitos laborales arriesgando su propio puesto, el de ella; y se fue a la manifestación que cambió el curso de nuestra tierra, Andalucía, manifestación que acabó en luto y violencia con la muerte de Manuel José García Caparrós en 1977, cuatro años antes de mi nacimiento. Y me decía: “Esther, tú puedes hacer muchas más cosas de las que imaginas”. Mi madre conoce cada resquicio de nuestro sistema porque es así cómo se cambian las cosas, desde dentro.
Y, 42 años después, a mí me sonó ese primer tambor de guerra real del que hablaba Albert Camus en su obra, El Verano (1953):
“En el medio del odio me pareció que había dentro de mí un amor invencible. En medio de las lágrimas me pareció que había dentro de mí una sonrisa invencible. En medio del caos me pareció que había dentro de mí una calma invencible.
Me di cuenta, a pesar de todo, que en medio del invierno había dentro de mí un verano invencible. Y eso me hace feliz. Porque no importa lo duro que el mundo empuje en mi contra, dentro de mí hay algo mejor empujando de vuelta”.
Nació mi hija, Sofía Clara. Mi primer tambor de guerra al compás de mis recuerdos, de mis antepasados y de mi presente solitario. Al lado de todo un recorrido de familiares castigados por el régimen y de mujeres subyugadas. Y viviendo en un contexto sociocultural aparentemente favorecedor y en proceso de cambio, garantista para los que ganan, sin proyección para quienes realmente lo necesitan. Y, sin embargo, plena de gracia y poder.
El espacio entre los dos trapecios
Agarrada a este trapecio psicoemocional, estudié en la universidad y descubrí que tenía algunos talentos para comunicarme, talentos relacionados con el lenguaje y el poder de convicción. Aprendí todo sobre Filología Inglesa, sobre el Reino Unido, la lingüística y el i + 1 de Krashen, que tanto me reveló. El i + 1 lo he llevado a mi terreno constantemente: es todo acerca de añadir algo desconocido a lo conocido con el único propósito de aprender, de ir un paso más allá, de explorar, aunque, en términos de Lingüística, tiene otra explicación que no viene al caso ahora.
Viajé, viajé todo lo que pude, especialmente, en mi juventud. Estudié en 3 universidades: Universidad de Málaga, University of Sheffield (RU) y Ewha Womans University en la ciudad de Seúl (Corea del Sur).
De la Universidad de Málaga aprendí a amar la filología y entendí cuánta pasión se necesita para dedicarse a las Letras, porque nadie, absolutamente nadie, le da el valor que tienen (aparte de los que a ellas se dedican). Las Letras son el fundamento del mundo que conocemos. Y no me importa nada más, es un hecho.
De la University of Sheffield en el Reino Unido aprendí quién era la joven Esther y cómo la realia de cada lugar cambia la concepción de nuestro mundo. Es decir, cómo son las cosas, los productos, las estaciones de metro, el pavimento, las señales de tráfico, los mostradores, las oficinas y un largo etcétera y cómo todo esto interviene en cómo nos relacionamos con nuestro entorno y con otras personas, incluyendo, la forma de hablar. Allí entendí en primera persona que existe un ego diferente para cada hablante de cada lengua que una persona llega a albergar en su cerebro. Y esto lo terminé de comprobar en el tiempo que trabajé para una popular ONG malagueña, Fundación Cudeca, muchísimos años después.
De la Ewha Womans University en Seúl (Corea del Sur) aprendí que el esfuerzo es subjetivo. Puede sonar simplón, pero es cierto que el esfuerzo es subjetivo. Lo que no es subjetivo es el nivel de exigencia en función de la cultura. Me sirvió de cura de humildad.
Después realicé dos másteres que me sirvieron en gran medida para demostrarme que era capaz de conseguir terminar una formación de nivel superior: uno en Coaching Personal y otro en Pedagogía de la Enseñanza del Inglés como Lengua Extranjera. Ambas cosas tuvieron un efecto muy constructivo en mí y le dieron una gran solidez a la profesional en comunicación que soy hoy. Aunque, inicialmente, no sean materias relacionadas en forma directa con el mundo de la comunicación, esto es solo en la superficie porque, en la forma y en el contenido, ambas formaciones me dieron un marco de organización mental que necesitaba para poder plasmar todas esas sabidurías, esas que no se estudian en ningún sitio y que vienen, mucho, de la experiencia y la observación.
En el mientras tanto me acerqué una temporada a Totnes, una comunidad de transición en el sur de Inglaterra en el Reino Unido, ubicado en el condado de Devon, donde estudié ecología y sostenibilidad en el Schumacher College junto a Satish Kumar y Vandana Shiva, referentes mundiales de la ecología y el activismo contra los transgénicos. No es que esto haya cambiado el curso de los acontecimientos ni otras maneras de pensar, pero sí nutrió una parte de mí que necesitaba, igualmente, virar hacia el siguiente nivel de conciencia, uno más honesto y más pleno con las personas (no tanto con el planeta, aunque quede bastante feo decirlo así).
Y entre una cosa y otra, mantuve más de diez años de terapia transpersonal. Asunto por el cual me cuesta bastante hacer la vista gorda ante mis propios conflictos. Y es que sigo, de momento, en este lado del trapecio: aquí agarrada he llegado (a través de varios trabajos distintos en gremios completamente diferentes) un puesto en Comunicación y Captación de Fondos para Fundación Cudeca, especialista en cuidados paliativos. Y aquí he estado haciendo el swing del trapecio de un lado al otro, una y otra vez, casi 8 años.
Lo pasé bien. Se me exigió hasta mi plasma. Di todo lo que pude, hasta que ya no tuve más.
Allí me rodé muchísimo en el gremio de la comunicación y cómo funcionan los medios, cómo es trabajar con ellos y cómo es solicitar de sus servicios. Aprendí a pedir: la causa de los cuidados paliativos estaba más que justificada y, más aún, sabiendo que Cudeca había cuidado de mi hermano en sus últimos momentos, ya trabajando yo en la Fundación. La deuda se me hacía eterna, aunque seguí.
Organicé eventos para recaudar fondos y ayudé a otros a hacer lo mismo junto al equipo al que yo pertenecía. Fue una experiencia altamente enriquecedora, aunque también tuve que combinar las buenas experiencias con rachas de tener que posicionarme y luchar por el valor de mis conocimientos (nunca del todo reconocidos). Una de las tareas más importantes que me fueron encomendadas fue reavivar la conexión con los medios de comunicación extranjeros y angloparlantes (especialmente, británica) para recuperar su simpatía: soy consciente y estoy segura de que elevé el perfil de Cudeca a un esplendor máximo en mi trayectoria profesional con la Fundación. Y esto fue posible gracias a mi fortaleza, mi sabiduría, la capacidad de convicción y mi mirada honesta.
Pero todo tiene un final.
En el último swing del trapecio, justo antes de caerme, cogí aire y apreté el masetero. Solté el agarre y quedaron mis manos en el aire, sin saber que miraba vi el suelo y me pareció que casi no estaba. Se acercaba el otro trapecio, no sabía si podría alcanzarlo. Solté mi puesto y anuncié que me marchaba de Cudeca, me costó mucho lanzarme. Y sólo entonces se abrió de pronto el campo de visión y rápido llegaba a mi altura la madera del otro trapecio, ¡salvada!
Hoy, desde este otro trapecio circense donde ya no hay payasos, presento mi proyecto empresarial: Comunicación y Creatividad Brutal. Y es brutal porque creo firmemente en la brutalidad de la honestidad y un mensaje claro. Porque me gustan las palabras que llegan y las historias que se toman su tiempo. Porque lo más brutal que existe no es solo un golpe certero, sino un gesto amable que te alegre la vida, apoyo de verdad. Saber que todo es condicional y, aun así, hacerlo, recibirlo, darlo. Las personas somos pura contradicción, pero también somos plena sabiduría. A muchos solo les falta algo de apoyo para creer en sí mismos y a otros les faltan personas honestas que les guíen en sus tribulaciones con más amor, aunque sea, como digo, todo condicional.
Desde Comunicación y Creatividad Brutal lanzamos el mensaje honesto y claro que a ti te cuesta poner en palabras o visualmente, perfilamos tu literatura y personalizamos nuestro saber para mejorar la relación con los medios de comunicación y con el entorno. Nuestra cultura a tu disposición para que te sirvas de un mensaje claro, honesto y brutal que llegue a más personas con más convicción y realidad.
Nos gusta la cultura, el arte, la literatura. La formación y los retos. Nos gustan los medios de comunicación, nos gustan las personas.
Y ahora sí que puedo contestar a la primera pregunta indirecta, esa de “quiénes somos”. Somos un equipo pequeño de personas con una idea innovadora empresarial común que atiende al deseo personal de Esther Ráez de convertir su sabiduría y su expertise en su forma de forma de vida, de contagiar e inspirar y de alcanzar una meta hacia el bien común social. Porque la historia personal cuenta, porque cada anécdota es una fuente y un recurso, y porque cada mensaje que lanzamos sea recibido y acogido por y para los demás a través de ti.
Brutalmente.
Esther.
Comunicación y Creatividad Brutal
contigo.
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